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jueves, 26 de mayo de 2011

La gracia de los chistes depende de la persona que los cuenta, no de la calidad intrínseca del material | Cooking Ideas - Un blog de Vodafone para alimentar tu mente de ideas



Todos hemos escuchado alguna vez la frase…”el chiste no tiene mucha gracia, pero me parto con la forma en que lo cuenta”. Esta frase podría explicar la eterna duda de por qué las personas del mundo se dividen en graciosas y no graciosas. ¿Por qué el mismo chiste contado por una persona considerada seria no nos divierte tanto como si lo contara un graciosete redomado?
Una sola puede ser la causa y se esconde en nuestro cerebro, según han desengranado investigadores de la Universidad británica de Coventry, llegando a una conclusión científica que puede convulsionar los cimientos de la guionización humorística.
Los investigadores han encontrado que la forma en que la gente percibe una broma divertida depende de la persona que la está soltando, no de la calidad intrínseca del material. Si la broma la está contando un conocido comediante amo de las carcajadas…es más probable que la gente se ría, no importa lo mala que sea la chanza; por el contrario, la mejor broma del mundo contada por alguien al que no se le conoce oficio ni beneficio humorístico podría caer de plano en el saco de la indiferencia.
Y esta brecha de carcajadas se abre aún más cuanto más surrealista es la broma, pues aunque no entendamos nada, como la cuenta una persona que nuestro subconsciente cree divertido, nos partimos el cajón flamenco igual.


A los doctores Andy Johnson y Kam Mistry, psicólogos de la Universidad de Coventry, se les ocurrió el experimento que confirma esta teoría después de que un amigo se les quejara de que nunca conseguía el crédito social que merecía por sus bromas. Vamos, que la gente le consideraba un tío poco gracioso, a pesar que su bromas eran bastantes buenas.
Esto hizo arrancar las ruedas dentadas de los dos psicólogos y juntaron a la nada despreciable cifra de 430 voluntarios para un estudio, a los que dividieron en dos grupos. En ambos grupos debían votar chistes en una escala de 1-100.
Los chistes incluían juegos de palabras y chistes de incongruencias, tales como: “un lapsus freudiano es cuando le dices una cosa a tu mujer pensando que se la dices a tu madre” y bromas absurdas y surrealistas tipo: “¿por qué bajó el mono del árbol? Porque estaba muerto”.
Al primer grupo se les dijo que los chistes provenían de una serie de cómicos británicos consagrados, entre ellos Jimmy Carr (en la foto de arriba) y Frank Skinner; y al segundo grupo se le dijo que venía de un famoso que no era un cómico, como el cocinero Jamie Oliver (que no es precisamente un Arguiñano de gracioso) o el solista pop Peter Andre.
Los resultados mostraron que el grupo que creía que el chiste venía de un humorista consagrado puntuó los chistes mucho más alto, de promedio un 50% más alto, que el grupo que pensaba que venía de un famoso no tan gracioso, a pesar de que los chistes eran idénticos para ambos grupos. Además, se encontró que los efectos eran más fuerte en función del tipo de broma y su surrealismo.
Los investigadores argumentan que el uso del nombre de alguien que la gente considera divertido genera una expectativa de humor en nuestro subconsciente. Esto predispone a las personas a encontrar más divertida las broma que si lo escuchara de otra fuente no-comediante.
Este estudio no hace sino confirmar que, por mucho que uno suelte una broma buenísima, si es considerado un tipo poco divertido a priori, no podrá hacer nada contra el graciosete del grupo que no hace más que soltar sandeces, provocando con ellas que la gente doble la rodilla de la risa.
Fuente: Universidad de Coventry



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